Flor de fango by José María Vargas Vilas

Flor de fango by José María Vargas Vilas

autor:José María Vargas Vilas [José María Vargas Vila]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: F
editor: SAGA Egmont
publicado: 2021-11-02T00:00:00+00:00


Era el sábado día de mercado y de visitas; Luisa, trasladada ya a la casa de la Escuela, había embellecido aquella ruina húmeda y triste;

cerca al salón de enseñanza, y en una de las dos piezas, que para ella y su madre había escogido, estableció su salón de recibo;

con bancos de la escuela, forrados en alfombrillas, y adornados con cojines de seda y de lana, hizo sofás; de dos grandes cajones que habían venido con libros, y que forró con una tela azul, y adornó con macasares, hizo consolas, y las llenó con retratos de lujosos marcos, con floreros, y las mil baratijas que cargaba consigo; allí fueron colocadas las dos lámparas de sobre mesa, lujo inusitado en el pueblo, como las blancas y lujosas cortinas con que adornó las ventanas y la puerta de la alcoba, la que, entreabierta, dejaba ver los lechos blancos y cómodos;

el retrato de su padre, presidía gravemente en la sala estas innovaciones de su hija, y en la faz del pobre deportado, vagaba algo como una sonrisa cariñosa;

la luz misma parecía alegrarse al entrar a aquel humilde nido, coquetón y silvestre;

en él, Luisa distraía sus tristezas, y en el estudio y el trabajo mitigaba su dolor;

en aquel rincón iluminado, soñaba ella;

allí fué donde recibió la visita del señor alcalde, gordo y rojo, como para hacer pendant con la posadera del lugar, vestido con su ruana a grandes listas, su inmenso sombrero de jipijapa, y sus botines amarillos; la de la esposa del alcalde y sus dos hijas, y la del señor cura, quien, como presidente de la Junta de Instrucción, creyó de su deber visitar a la directora;

¡qué sorpresa y qué temor se apoderaron de Natividad, cuando vió entrar al párroco!; su educación humilde, y su fanatismo religioso, le hacían mirar aquel hombre como una cosa santa; temblando se atrevió a tomar la mano que el presbítero le extendía;

era el señor cura, joven, alto y airoso, de voz ronca y mirada atrevida, labios sensuales y sanguínea complexión;

ceñida al talle la sotana, bastante alta para dejar ver la finísima media de seda, y el primoroso zapato charolado con grandes hebillas de plata, era por su continente y su cuidado, uno de esos sacerdotes de última emisión, a quienes ha tocado llevar el traje de los abates franceses.

Luisa lo recibió amable y digna;

hablaron de instrucción y de religión;

la piedad de la joven, era más ilustrada que exaltada; su fe no tenía la pureza pristina de la que abrigarse pudiera en el alma sin luces de su madre, pero se guardó bien de hacer notar al presbítero ni el estado de su alma, ni la superioridad de su talento; encantado y deslumbrado sintióse el cura:

el antiguo opositor, quedó desarmado; y en la plática del domingo se encargó de hacer la apología de la escuela y de la directora.

Luisa triunfaba;

pero, ¿qué importaban esos triunfos silenciosos a su alma enferma y triste?

así, todas las tardes, cuando terminadas sus tareas quedaba sola, queriendo buscar distracción en la lectura, tomaba uno



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